viernes, diciembre 18

La muerte del hombre de Cristal: 18 años después del final de Amelie


El siguiente post surge de la colaboración con el blog después-del-final.blogspot.com, que está en las manos de Manuel Botana. Partiendo de las similitudes que plantean las temáticas de nuestros blogs, el suyo acerca de lo que sucede con los personajes una vez que termina la película, y el mío en relación a la película Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, pensamos que sería una buena idea combinarlos para continuar con la historia de Amélie, de la que ambos nos consideramos admiradores.


Lo que nos propusimos fue que cada uno escribiera un cuento acerca del presente de Amélie, sin estar al tanto del cuento del otro, y una vez terminados postear en cada blog el cuento del otro. Por tanto, el cuento que encontrarán a continuación es el que Manuel escribió. El mío lo podrán encontrar en el blog de Manuel, del que les dejo el enlace más abajo.
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            Eran las ocho y media de la mañana cuando Madelein Wallace, la vieja portera del edificio, despertó a Amélie con los insoportables golpes en la puerta. La frecuencia de los golpes disminuía a cada segundo, hasta que comenzaron los gritos que despertaron a Nino y a Amélie, y ella se paró para abrir la puerta.

            –Amélie, Lucien vino a traer la compra del señor Raymond, pero nadie atendió. ¿Podemos utilizar tu copia de la llave para entrar?

            Amélie jamás había usado esa llave. Sabía que la primera vez que la utilizara, lo haría con lágrimas en los ojos, porque Raymond jamás había perdido la fuerza para levantarse a atender a Lucien, ni para dejar de pintar a la mujer del vaso –que seguía sin poder descifrar– en aquel cuadro de Renoir que copiaba una y otra vez. Un esqueleto de cristal es más fuerte que cualquier otro, su fragilidad lo vuelve eterno, porque hace que sea cuidado con minuciosidad. Las cosas de plástico jamás durarán una eternidad, pero el cristal… ¡Ah! El cristal no se rompe así de fácil.



            Pero ese día, el cristal había llegado a su fin. Y aquellos golpes en la puerta de Amélie que disminuían su frecuencia hasta detenerse no hacían más que imitar al corazón del hombre de cristal.

            Madelein comenzó a llorar desconsolada al ver el cadáver tumbado en el suelo. Amélie la abrazó, y cayeron un par de lágrimas de sus ojos. Pero ni siquiera hubo tiempo para llorar, porque de repente, el suelo se lleno de un líquido que llegó a mojar el brazo de aquel cadáver de cristal. Y Madelein corrió –a la mayor velocidad que pudo, que era la misma que hubiera logrado un niño si se hubiera propuesto caminar al ritmo más lento posible– escaleras arriba gritando el nombre de Nino.

            Amélie tomó el teléfono de Raymond y llamó a uno de sus hijos.

Amélie y Serge, el hombre de cristal.
            –Guillaume, no nos conocemos. Mi nombre es Amélie. Raymond me había dado su teléfono por si sucedía esto, y sucedió. Le juro que soy una persona con mucho más sensibilidad de la que creerá que tengo cuando le diga esto así nomás, pero me veo obligada a hacerlo porque no hay tiempo, y cuando falta el tiempo no se puede contar una noticia horrible de una forma que no hiera. ¿Se da cuenta? ¿Se da cuenta de que no existirían las malas noticias si tuviéramos todo el tiempo del mundo? Porque nunca existen, solo se enuncian como malas noticias y duelen. Pero si uno se toma el tiempo para decirlas, seguro hieran un poco menos. Pero justo ahora no hay tiempo, y me veo obligado a herirlo como una bala de escopeta. ¿Entiende? Cuando no hay tiempo, la realidad no puede preocuparse por narrarse de forma poética. Me tengo que ir, dejaré la llave del departamento de su padre en la portería. Y, de nuevo, perdón que se lo diga de esta forma, pero no hay tiempo. ¿Se da cuenta de la maldad del tiempo? El tiempo es lo único que nos hiere. No las personas, o no solamente las personas, nos hieren las personas y su falta de tiempo. ¡Ah! –exclamó por el fuerte dolor– Su padre está muerto. Adiós, lo lamento, pero no tengo tiempo.

            Amélie salió hacia el pasillo y cerró la puerta. Nino bajaba por las escaleras con un bolso, y tomó a Amélie en sus brazos para bajar el piso que quedaba. Cuando llegaron a la planta baja, un taxi los esperaba en la puerta.

Amélie y Nino.
            Cuando llegaron, Amélie fue acostada en una camilla y, durante horas, fue la víctima del único dolor físico que vale la pena sentir. Y aunque se había acordado que el niño se llamaría Pierre, convencería a Nino de cambiar esa decisión. Porque ese niño no estaría ahí si alguien no le hubiera dicho aquello de “Mire, mi pequeña Amélie, usted no tiene los huesos de cristal. Puede soportar los golpes de la vida. Si deja pasar esta oportunidad, pronto será su corazón el que se vuelva tan seco y quebradizo como mi esqueleto. Así que, ¡decídase por todos los diablos!”

            Y cuando al fin el niño salió de entre las piernas de Amélie, cuando un pequeño ser comenzó ese ensayo que es la vida para una obra que nunca se va a estrenar, Amélie lo abrazo, y descubrió la única actividad más hermosa que hundir la mano en una bolsa de granos. Y como si Nino hubiera escuchado a la voz de su cerebro, aquella que jamás dejaría a Amélie en paz, dijo:

            –Bienvenido, Raymond.


Manuel Botana
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jueves, diciembre 17

miércoles, diciembre 16

Dibujos en el aire

Luego de que la madre de Amélie llegara a un nivel de estrés nada envidiable debido al pez mascota que intentaba suicidarse constantemente, tomó la decisión de tirarlo al río. Para compensar la pérdida de Amélie, le regalaron una cámara de fotos.